GLORIA
BENITO PEREZ GALDOS
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Se separaron algunos pasos; pero volvieron a juntarse.
Eran como la playa y la ola que siempre parece que huyen la una de la otra, y
siempre se están abrazando. Por fin, cuando la
noche estuvo más cerca, por los cerros lejanos, tierra adentro,
se veía un jinete que marchaba despacio, inclinada la cabeza sobre el pecho. Su
figura negra perjudicaba a la armonía del risueño paisaje, y parecía que
después que él pasaba todo volvía a estar alegre.
Hacia Ficóbriga caminaba Gloria
arrastrando la pesadumbre de su dolor, como el imitador de Cristo a quien este
ha dicho: «toma tu cruz y sígueme». Todo en derredor suyo respiraba paz y el
dulce reposo de los campos. Volvían los bueyes de las praderas y del trabajo,
tardos, paso a paso, cabeceando con sus pesadas testas y sus nobles semblantes
llenos de gravedad. Las mujeres de la aldea iban en opuesto sentido, llevando
sobre la cabeza largos panes de más de media vara, y los pescadores ponían a
secar sobre el altozano de la Abadía las húmedas redes, en cuyas mallas
resplandecían aún como limaduras de plata las escamas de las sardinas.
Se fue
Al día siguiente muy de mañana, las persianas del
cuarto de Gloria se abrieron de par en par, y la luz penetró a punto que ella
se asomaba. La doncella esparció su vista por el campo y la villa, y
deteniéndola en los árboles del cementerio, pensó así:
No lejos de la ventana, corría el
camino real y por él los hilos del telégrafo, que plantaba a lo largo sus
escuetos postes a distancias iguales que parecían pasos. En los alambres venían
a posarse todas las mañanas algunos pájaros, que habían encontrado muy bueno
aquel casi invisible punto de descanso en medio de los aires, y después allí
parece que contemplaban la casa y la ventana abierta, donde la señorita de Lantigua aparecía
temprano a saludar el día y bendecir a Dios.
Esta no creía que aquellos graciosos
seres fueran las almas de sus hermanos juntas con las de otros niños, porque no
podía creer tal cosa; pero en su mente se asociaba tal espectáculo con el
recuerdo de las dos personitas a quienes Caifás había llevado al cementerio en
azules cajas tristísimas. Ello es que uno y otro día solía contemplar con amor
a los pájaros del alambre, sintiendo no verlos cuando los alejaba la lluvia.
Contribuía a formar esta rara ilusión la circunstancia de haber sobre el cementerio
de Ficóbriga una gran arboleda, que parecía ser el cuartel general de aquellos
vagabundos. Gloria les veía salir de allí en bandadas y volver a la caída de la
tarde, haciendo gran ruido, hasta que vencidos del sueño callaban dentro del
espeso ramaje, y el cementerio se quedaba sin música.
Pero aquel día Gloria proyectaba su
tristeza a todo lo creado. Si pudiera existir luz negra, ella sería el sol de
ella. El contrasentido de las palabras no está en las ideas, porque el mundo
estaba alumbrado con el negror de su alma. En vez de sonreír ante las avecillas
que en el alambre la esperaban como todos los días, creyó ver la figura de sus
dos hermanos muertos, que
se le acercaban tal como estaban en las cajas azules el día del entierro,
amarillos como cera los rostros, tan frescas aún las flores de sus coronas como
secas las de sus mejillas, cubiertos de blancas vestiduras rizadas y
encintadas; pero venían con los ojos abiertos dando la mano el mayor al más
pequeño y moviendo los piececillos por el aire. Señalando la tierra le decían:
«Sólo aquí se está bien».
Gloria miró luego a la torre de la
iglesia y experimentó viva sensación de miedo y antipatía. La torre era una
idea, y su espíritu chocó, rebotando con dolor, en aquella idea, como el ave
ciega que tropieza en un muro. De pronto una voz subió del jardín diciendo:
Era D. Ángel, que salía para decir
su misa en la Abadía. Gloria le acompañaba siempre con gozo; mas en aquel día
sintió frío en el corazón y un extraño ímpetu de rebeldía. Uniose, sin embargo,
con sumisión y cariño al bendito prelado; mas cuando entró en el templo
renovose en su alma el terror, porque aquellas piedras bárbaramente blanqueadas
no la dejaban respirar, oprimiéndola con su peso.