domingo, 30 de diciembre de 2018
SUZANNE DEL CIELO-
LA FRUTA QUE LLEGÓ AL CORAZÓN
Un
día de cierto año, llegó una señora a casa de Alberto a hacerle una
tarea de limpieza. La señora le entregó a nuestro amigo una bolsa conteniendo
tres frutas de las llamadas "Matasanos" Parece ser ser que esta fruta
de matasano no fue bien aceptada por los españoles cuando llegaron a las
tierras de América.
Nuestros bisabuelos y abuelos lo sembraban más
como para marcar los linderos de sus terrenos que por degustar de las
frutos. Las frutas maduras caían solas por su peso y se pudrían en el suelo.
Tanto animales y aves domesticos como salvajes es probable que las
comiesen al píe del árbol.
Albert,
que así le llamaban sus amigos, recibió la bolsa con los
tres matasanos ya maduros, agradeció a la señora por llevarselos y los colocó
sobre una mesa, decidiendo que probaría uno al mediodía.
En
ese momento, 10.00 de la mañana- llegó a su mente el rostro de Suzanne, su
bella amiga y recordó que en una plática anterior ella le había comentado
que en alguna oportunidad siendo niña había probado la fruta de matasanos en la
finca situada en Huehuetenango , propiedad
de su abuelito Helmuth. Un alemán de la vieja escuela.. Suzanne del Cielo y Mar,
era una bellísima joven de cabellos castaños dorados, piel blanca,
alta,ojos de color azul celeste y una figura escultural
Alberto
se dijo a sí mismo;
_Quizás estas frutas le apetezcan a Suzanne.
Se la llevaré. Espero que le agraden._
Al
llegar a casa de Suzanne y preguntar por ella, un familiar le dijó que ella
había salido a hacer un mandado. Albert le entregó la bolsa con las frutas de
matasanos, rogando que entregase la bolsa a Suzann.
Previamente
Albert, que tenía un alma soñadora y de poeta, días antes había leído en la
Sagrada Escritura de la Bilbia, el pasaje siguiente; "Y David dijo con vehemencia: ¡Quién
me diera a beber del agua del pozo de Belén que está junto a la puerta!."
2 Sam. 23.15 Pensando en este verso y su gran significado Alberto
tomó papel y pluma y lo escribió en una hoja de papel
que adjuntó a las frutas.
Después
de la entrega, el buen Alberto regresó a su casa y esperó
A
las 7.30 o quizás a las 8.00 de la noche, Albert tocó la puerta de
la casa de Suzanne. Ella misma abrío, invitandole a pasar. Radiante la mirada
de sus ojos claros y la faz muy bella.
Susann
tenía preparada una cena muy exquisita, pan y chocolate caliente. y
seguidamente platicaron.
Ella
le dijo que ese día a eso de las 10.00 horas de la mañana, había venido a su
mente el deseo de comer un matasano. Por lo mismo había salido a dar una vuelta
a preguntar a unas tiendas de comestibles a buscar dicha fruta. Buscar un
matasano en las tiendas es como dice el conocido dicho, como buscar una aguja
en un pajar. Ella regresó desanimada a su casa. Sin embargo como buena
cristiana que se comunicaba constantemente con Dios, elevó una sencilla oracion
delante del Padre Eterno y le pidió que si fuera posible le concediese
encontrar la mencionada fruta de algun forma, porque para Dios nada es
imposible.
Sin
lugar a dudas Dios le concedió su petición, y al regresar a su casa encontró la
bolsa en la mesa del comedor. Al ver que adentro había tres matasanos
maduros con su color amarillento, sintió alegría, y algo más aún al leer
la pequeña nota adjunta que decía: Suzanne, comparto contigo el siguiente verso:
"Y David dijo con vehemencia:
¡Quién me diera a beber del agua del pozo de Belén que está junto a
la puerta!." 2 Sam. 23.15
Espero mi amada Suzann que te agraden estos matasanos-
Quien piensa en tí todo el día
Albert
Suzann
preguntó a su amado, como había hecho para "adivinarle"
el pensamiento.
Él le respondió que solamente había acudido a su mente y
corazón que deseaba regalarle los matasanos.
Susann
y alberto se tomaron de las manos y se abrazaron. Alberto buscó la mirada de su
bella Suzanne y se deleitó en los hermosos ojos azul celeste de su princesa.
luego aspiro profundamente el aroma que exhalaban los cabellos rubios de Suzanne
del Cielo y Mar para recibir un beso dulce y muy exquisito de los labios
de Suzanne del Cielo. Y así abrazado a la escultural figura de Suzanne le dijo:
"Susann, mi bella Susann, mi amada princesa...eres tan
bella...tan noble..tan especial"
Matasanos, vosotros que nunca estareís en las estantanterías
junto a las uvas, melocotones, higos, dátiles y granadas. Que habeís sido
menospreciados y despreciados hasta el cansancio,llegasteis directo al corazón
de mi princesa amada, a su dulce boca y paladar y por ello recibí en recompensa
los más dulces besos de su boca. Por eso os digo, en vosotros se ha venido a
cumplir la palabra que dice:
2:3 No multipliquéis palabras de grandeza y altanería;
Cesen las palabras arrogantes de vuestra boca;
Porque el Dios de todo saber es Jehová,
Y a él toca el pesar las acciones.
2:4 Los arcos de los fuertes fueron quebrados,
Y los débiles se ciñeron de poder.
2:5 Los saciados se alquilaron por pan,
Y los hambrientos dejaron de tener hambre;
Hasta la estéril ha dado a luz siete,
Y la que tenía muchos hijos languidece.
2:6 Jehová mata, y él da vida;
El hace descender al Seol, y hace subir.
2:7 Jehová empobrece, y él enriquece;
Abate, y enaltece.
2:8 El levanta del polvo al pobre,
Y del muladar exalta al menesteroso,
Para hacerle sentarse con príncipes y heredar
Cesen las palabras arrogantes de vuestra boca;
Porque el Dios de todo saber es Jehová,
Y a él toca el pesar las acciones.
2:4 Los arcos de los fuertes fueron quebrados,
Y los débiles se ciñeron de poder.
2:5 Los saciados se alquilaron por pan,
Y los hambrientos dejaron de tener hambre;
Hasta la estéril ha dado a luz siete,
Y la que tenía muchos hijos languidece.
2:6 Jehová mata, y él da vida;
El hace descender al Seol, y hace subir.
2:7 Jehová empobrece, y él enriquece;
Abate, y enaltece.
2:8 El levanta del polvo al pobre,
Y del muladar exalta al menesteroso,
Para hacerle sentarse con príncipes y heredar
un sitio de honor.
martes, 5 de julio de 2016
jueves, 24 de diciembre de 2015
RECUERDO UNA NAVIDAD
Por José Conrad
Condensado de «The Delineator»
Condensado de «The Delineator»
Diciembre de 1959
DESDE el punto de vista tradicional, una Navidad en alta mar
resulta a todas luces desanimada. Faltan las ocasiones, y también los
elementos. Desde luego, hay para la tripulación el budín navideño, o algo que
se le asemeja; y cuando el capitán sale por primera vez a cubierta,
el oficial de guardia de alba le saluda con un «¡Felices pascuas, capitán!» dicho en tono moderadamente
efusivo. Todo lo que pasara de
esto sería incorrecto, dada la diferencia jerárquica. Normalmente, el oficial podrá esperar que le correspondan
con un «Lo mismo deseo a
usted» en que la entonación cordial se halle sutilmente dosificada. Y no
siempre, ni siquiera así, verá
correspondido su saludo.
Si acertamos a
estar en puerto para la Navidad, difícil será que nos ocurra
peor calamidad que un alud de cuentas por pagar. Imagino que el sabernos a cubierto de tal peligro hace que la Navidad en la mar nos parezca en general agradable. Encanto adicional le
presta aquello de no tener que preocuparnos por los aguinaldos. Los regalos debieran ser cosa
inesperada. Hacerlos y recibirlos
en fecha fija se me antoja ritual hipócrita,
algo así como cambiar regalos de
fruta del Mar Muerto** Fruta que, según
algunos escritores de antaño, era bella por fuera, pero que al cogerla
se convertía
en humo y ceniza.
en prenda de
recíproca y fingida camaradería. Pero
el mar acerca del cual escribo es el mar vivo; la fruta que la casualidad nos depara allí será salobre
como las lágrimas o amarga como
la muerte, pero jamás dejará sabor de
ceniza en la boca.
De mis 20 años de vagar por las intranquilas
aguas del globo, tan solo recuerdo una Navidad por el aguinaldo
dado o recibido. Fue, a mi
entender, episodio muy propio del mar vivo, y por lo inesperado, digno tal vez de relatarse. Empezaré por decir que aconteció en el año de 1879, mucho antes de que nadie hubiese pensado en mensajes inalámbricos, y si alguien hubiera
profetizado la radiodifusión lo habrían considerado un excéntrico
insufrible y, probablemente, lo
habrían recluido en una casa de reposo. Casas de orates llamábamos
entonces a esos establecimientos en
nuestro rudo lenguaje cavernario.
El amanecer del día de
Navidad del año de 1879 fue
hermoso. A eso de las cuatro había
empezado el sol a iluminar la sombría extensión del océano meridional, a 51 grados de latitud; y poco después
avistamos a proa una vela. Soplaba un viento flojo,
pero teníamos marejada. A poco de haber amanecido, le deseé pascuas a mi capitán. Aunque todavía soñoliento,
se mostró afable. Al darle parte de la vela que habíamos avistado, aventuré la
opinión de que ese barco lo estaba pasando mal. «¿Mal?» dijo él en tono incrédulo. Tomando luego el
anteojo que yo tenía en la mano lo dirigió hacia el velero
cuyos desaparejados mástiles semejaban tres palillos de fósforos de cocina bamboleándose grotescamente en la
ondeante y adusta soledad, y me lo devolvió sin decir palabra. Lo único que hizo fue bostezar. Me escandalizó tan notoria insensibilidad. En aquel entonces mi experiencia era más bien escasa; y resultaba
relativamente nueva para mí
aquella región del mundo de las aguas.
El capitán, según es
uso y costumbre de los capitanes, había desaparecido
de la cubierta; poco después asomó por la escalerilla de popa el carpintero, que traía un cuñete de madera
vacío, de los que, se usan a bordo para envasar ciertas provisiones.
—¿ A qué viene traer eso aquí, Chips?— le pregunté.
—Es orden del
capitán, señor—dijo por única explicación. No quise averiguar más, así que nos deseamos felices
pascuas y se marchó Chips. La siguiente persona con quien hablé fue
el camarero. Subió corriendo la
escalera de la cámara.
—¿ Tiene el señor algunos diarios viejos en
su camarote?— me preguntó. Sí tenía yo varios números de diarios de Sydney: el Herald, el Telegraph, el Bulletin;
y también de diarios de Inglaterra recibidos por el último correo.
—¿ Para qué quiere usted saberlo, camarero
?— pregunté a mi vez como era
natural.
—Al capitán le
agradaría que usted se los facilitase— repuso.
Ni aun entonces
alcancé a explicarme qué pudiera haber en el fondo de esas
excentricidades. Me tenían asombrado, y nada más.
Eran las ocho pasadas cuando nos acercamos al barco que, aferradas las velas y al parecer sin rumbo alguno, se contentaba por lo visto con flotar indolentemente
en el umbral mismo de la sombría mansión de las tormentas. Mucho antes de esa hora, ya me había
dado yo cuenta, por el gran número de
lanchas que llevaba a bordo, de que la indolente embarcación
era un ballenero. Por primera vez
veía yo uno. Este enarbolaba la
bandera de las barras y estrellas, y
con las de seriales nos enteraba de su nombre: el
Alaska. Dos años antes
había zarpado de Nueva Bedford. Última escala: Honolulú. Doscientos quince días llevaba navegando. Pasamos
frente a él, a poca velocidad, a unos
100 metros de distancia; y justamente
al tocar el camarero la campana de llamada al desayuno, el capitán y
yo estábamos en cubierta, a la vista de los que desde la popa del ballenero nos miraban mientras sosteníamos en alto el cuñete que contenía,
a más de un voluminoso rollo de
diarios, dos cajas de higos, como
obsequio propio de ese día. Lanzamos el cuñete por la borda, cuan lejos pudimos. En ese preciso instante, al caer nuestro barco en el seno de
una enorme ola, dejamos muy atrás de nuestra estela al ballenero.
A bordo del Alaska
un hombre con gorro de piel levantó en alto la mano;
otro hombre muy barbudo acudió inmediatamente. Jamás había
visto yo presteza y eficacia iguales
a las desplegadas en el ballenero para
arriar una de sus lanchas, en tanto bailoteaba él mismo desesperadamente,
sin que la mar le diese un
instante de tregua. Continuó el océano
meridional jugueteando con ambas
embarcaciones como malabarista con
sus doradas esferillas, y pareció que el microscópico punto blanco en
que ahora se había convertido
la lancha asomara de súbito, cual lanzado por una catapulta, en el inmenso y desierto escenario. El ballenero
yanqui no perdió instante en recoger el aguinaldo del clíper lanero inglés. No habíamos aumentado gran cosa la distancia que nos separaba
cuando saludó con el pabellón
en señal de agradecimiento y nos pidió
que informásemos que navegaba sin novedad y había pescado ya
tres ballenas. Calculo que esto
fuese para los del ballenero la compensación de 215 días de trabajo y
peligros, lejos de la vista y sonidos del mundo habitado, como
desterrados que cumpliesen alguna hechizada y solitaria condena más allá de los confines hasta donde llega la vida de la humanidad.UN HIDALGO JUDIO DE CAPA Y ESPADA- TOMAS TREVIÑO DE SOBREMONTE- I-
LOS JUDIOS BAJO LA INQUISICION
EN HISPANOAMERICA
BOLESLAO LEWIN
A don Itzjak Ben Zvi, digno presidente
del Estado de Israel y eminente colega,
afectuoso homenaje.
B. Lewin
EDITORIAL DEDALO
BUENOS AIRES
EDITORIAL DEDALO, 1960
3. — El "Santo de la Ley judía'' en México
Aun dentro de la variedad de tipos psicológicos que
presentamos en este capítulo, se destaca con perfiles
nítidos e inconfundibles la noble figura de Tomás Tre-
viño de Sobremonte. Este estudiante salmantino de cé-
nanos que a la edad de dieciséis años, en 1609, abandona
la famosa universidad para sentar plaza de paje y que
da muerte a un compañero de servicio por haberlo lla-
mado judío, es un espécimen raro de apego a la religión
hebrea, aunque él mismo por la rama paterna descendía
de hidalgos cristianos viejos y únicamente por la ma-
terna era judío.
Es extraordinario el odio con que los inquisidores
hablan de Treviño de Sobremonte. En los escritos del
fiscal se le califica de protervo y pérfido judío; fingidor,
simulador, execrado reo; perro inmundo que volvió al
vómito y a relamer lo que de su estómago había lanzado
la apostasía; judío de marca mayor; audaz reo; malicioso
reo; depravado y astuto gran judío; rabino; ignorante
reo; perverso judío; rabí de su falsa Ley; gran judío;
sacerdote y rabino falso; maldito reo; sacerdote rabino
y persona famosa entre los hebreos, cristianos, herejes
judaizantes, apóstatas de Nuestra Santa Fe Católica;
maestro y dogmatizador muy celoso de su falsa I^ey;
judío desdichado e infeliz; fingido cristiano y verdadero
judío; circunciso y recutido judío; indómito y rebelde
judío; justificado reo, sacerdote falso; dogmatizador de
su Ley; fautor y encubridor de herejes.
Tomás Treviño de Sobremonte. uno de los israelitas
más fervientes del Nuevo Mundo, fué un hombre de
temple extraordinario y. al menos, hasta su total iden-
tificación con el judaismo, un hidalgo impetuoso y de
un orgullo innato y desbordante. En 1629, a escasos años
de su primera condena inquisitorial y cuando contraía
enlace con María Gómez, él, que hacía poco estuvo
obligado a traer en público la vestimenta infamante, el
sambenito, y cuya sentencia le inhibía a ocupar empleos
y usar la indumentaria de la casta hidalga, era acusado
por el fiscal del Santo Oficio en México de que "con
notable atrevimiento" vestía seda, portaba armas y
andaba a caballo. De inmediato fué ordenada una in-
vestigación, la que comprobó plenamente el delito de
Treviño. Este, que se dió cuenta del peligro que le ame-
nazaba por no haber cumplido al pie de la letra el fallo
del vengativo tribunal, aparentando una humildad, que
en aquella época de su vida no era propiamente lo que
más le caracterizaba, se dirigió a la Inquisición con un
escrito en que comunicaba el privilegio obtenido del
Inquisidor general de España en el sentido de poder
usar nuevamente la vestimenta hidalga. Agregaba al
propio tiempo, que, como castigo por el incumplimiento
de un requisito formal pero obligatorio, ofrecía cien
pesos "para gastos de este Santo Tribunal". Expresaba
también su esperanza de que éste, "usando de la cle-
mencia que suele usar", aceptará su donativo y le per-
donará su "indiscreción". En efecto, así sucedió-
Sin que lo pudiera remediar, Treviño de Sobre-
monte se hallaba envuelto en una atmósfera en que
cada paso que daba era espiado tanto con fines bajos y
viles como por motivos de real celo religioso. El altivo
hidalgo y poderoso hombre de negocios se vió también
acosado por sujetos que querían extorsionarlo con la
amenaza mortal de denunciarlo nuevamente a la Inqui-
sición. En lo que dependía de él no hacía caso a ese
terrible peligro; la Inquisición, en cambio, con método
jesuítico y paciencia benedictina acumulaba toda prue-
ba en su contra, viniera de donde viniese.
El concepto que la Inquisición y la mojigatería
colonial tenían de Treviño empeoró aún más cuando
casi todos sus parientes fueron detenidos por el Santo
Oficio por practicar ritos judíos. Treviño de Sobremonte
quien desconocía lo que era someterse pasivamente a la
adversidad, se vió precisado a aconsejar a su propia es-
posa que se entregara a la Inquisición. Hizo esto con la
esperanza, bien fundada, de lograr para ella una mayor
"misericordia" de parte del riguroso tribunal. El, mien-
tras tanto, empleaba todos los medios para engañarlo y
arrancar las víctimas de sus tentáculos. Con tal fin se
sirvió de un negro, empleado de las cárceles secretas.
Tuvo también el arrojo acerca del cual el fiscal de la
Inquisición dice "que aunque se exagere con cuantos
encarecimientos son posibles, aún no se llega a la gra-
vedad del delito que este audaz reo cometió". Consistía
éste en presentarse en la alcaidía de la Inquisición a
fin de dar personalmente algunos consejos a su suegra.
Realmente, el fiscal tenía sobrados motivos para sentirse
indignado y agraviado en su carácter de representante
del Santo Oficio por la osadía inaudita, y desconocida
en sus anales, de Treviño de Sobremonte. Este no sólo
había violado uno de los principios de la Inquisición,
sino salido ileso de su guarida.
En lo que se refiere a la esposa y suegra de Treviño
de Sobremonte, como se trataba de su primera aprehen-
sión, gozaron de la "misericordia" inquisitorial, o sea,
habiendo prometido no incurrir más en la apostasía,
fueron condenadas a varios años de cárcel acompañados
por la obligación de usar el sambenito, la vestimenta
infamante. Pero después de esa triste experiencia pu-
dieron volver a sus hogares. En tal contingencia, como
en todas las otras, Treviño siguió su táctica de desorien-
tar y engañar al "santo tribunal": fingió tan gran enojo
por la "pertinacia judaica" de su mujer, y aparentó tan
bien el deseo de separarse de ella, que la Inquisición
cayó en el ridículo — lo que nunca le perdonó — de
ordenarle severamente que reanudase la convivencia
matrimonial.