“MI CORAZÓN INQUIETO “
POR VIENTO SOLLOZANTE
Primer Libro
MI CORAZÓN INQUIETO 177
—No te preocupes, te irá muy bien —me dijo mi esposo a la mañana siguiente, al
cerrar la puerta de un portazo y entregarme las llaves.
—Todavía sigo deseando que vinieses con nosotros. ¿Qué sucederá si tengo
problemas? —le supliqué. —No tendrás ningún problema. Todo lo que vas a hacer
es comprar la comida, ir al médico y regresar a casa. ¿Qué es lo que te podía
suceder? —Supongo que tienes razón —le dije poniendo el coche en marcha. Era la
primera vez que salía sola con los niños desde el nacimiento de Nube y no
estaba segura de poder arreglármelas con los tres, conducir y hacer las
compras, pero sonreí para mí misma. Don tenía razón, ¿qué es lo que podía
salirme mal?
Al llegar a la ciudad vi un letrero que decía LAVE SU COCHE CON UNA VARITA
MAGICA y decidí lavarlo para darle una sorpresa a Don. No había lavado nunca el
coche, pero había visto cómo lo hacía Don y me parecía bastante sencillo.
Me metí con el coche donde lo tenía que lavar y me subí a la acera. Cuando el
coche dio contra la acera el pito del coche pitó de manera estridente. Salí del
coche y tomé con una mano la varita mágica y con la otra metí la moneda en la
ranura. Comencé a echarle agua al coche y los niños empezaron a dar grititos y
a saltar en los asientos de atrás del coche y entonces me di cuenta de
que las ventanillas estaban todavía abiertas y el jabón y el agua habían
empapado el asiento de atrás y a los niños.
—¡ Cierren las ventanillas! —les grité y dirigí el chorro de agua al maletero
del coche.
—¡No puedo! —gritó Antílope— ¡la manija está cubierta de jabón!
Cuando intenté abrir la puerta para ayudarle, se me resbaló de la mano la
varita mágica y dio sobre el techo del coche. Yo corrí alrededor del coche,
intentando agarrarla, pero golpeaba sin control, de manera que no me era
posible acercarme a ella. Salté al interior del coche y arranqué a toda
velocidad, antes de que la manguera pudiera destrozar el
cris
178 MI CORAZÓN INQUIETO
tal de adelante. Dejé al monstruo retorciéndose en donde se lavaban los
coches, pegando contra las paredes y echando jabón y agua por todas partes. Cuando me encontraba a una cuadra de allí todavía podía oír
la manguera golpeando el suelo, preguntándome cuánto tiempo duraban los
veinticinco centavos.
Me preguntaba si Don se daría cuenta de que el coche estaba a medio lavar y
tenía la esperanza de que se les secase la ropa a los niños y a mí el vestido
antes de que llegásemos al mercado.
El viaje al mercado se realizó sin acontecimientos, a excepción de los catorce
repollos que salieron rodando por el pasillo después de que Antílope tirase uno
de abajo.
Finalmente todo lo que me quedaba por hacer era llevar a Nube a la clínica para
su examen médico y después podría dirigirme a casa.
La sala de espera estaba llena y todos los asientos ocupados. Yo me situé al
lado de la pared, con Nube en mis brazos, mientras que Antílope y Ciervo
andaban rondando por la sala. No tardaron en atraer la atención de todos los presentes,
muy ocupados, haciendo amistades.
Una señora, que llevaba alrededor de sus hombros un chal color blanco, empezó a
hablarle a Antílope. De repente, sin el menor aviso, Antílope tomó una esquina
del chal y se limpió la nariz con él y a continuación salió corriendo por el
pasillo con Ciervo detrás de él.
Yo creí que la señora se iba a desmayar y me acerqué a la pobre mujer, que se
había quedado horrorizada. Le pedí perdón por lo acontecido y me ofrecí a
ocuparme de la limpieza de su chal, pero se negó murmurando algo respecto a no
volverle a decir nunca más a ningún niño que usase un pañuelo.
De repente un terrible grito hizo que todo el mundo dirigiese su atención en
dirección a la sala de emergencias. Una enfermera dejó su escritorio y salió en
esa dirección. Una señora que estaba a mi lado dijo que le parecía que estaban
tratando a un niño al que le había atropellado un coche
MI CORAZÓN INQUIETO 179
El ruido que procedía de la sala de emergencia se hizo más intenso.
—¡Es terrible! ¿Por qué no hacen algo por aliviarle el dolor a ese niño? —dijo
una señora.
Yo busqué con la vista a mis hijos, pero no los vi por ninguna parte, así que
me fui por el pasillo a buscarles. Al pasar junto a la sala de emergencia vi
cuál era la causa de todo el ruido y toda la confusión. Ciervo y Antílope
corrían alrededor de la mesa de exámenes y detrás de ellos iba una enfermera y
un médico.
Yo entré en la sala, les agarré y les obligué a sentarse en una silla, mientras
yo les tenía agarrados por el cuello de la camisa.
—¡Esos son los niños más rápidos que jamás he visto! —decía el médico jadeante.
—Había dos pacientes más antes de usted, pero creo que les recibiré ahora.
Al cabo de unos minutos me aseguró que Nube gozaba de una excelente salud y que
no había necesidad de que regresásemos antes de un año. Metí a los tres niños
en el coche y me dirigí hacia casa.
De camino a casa me di cuenta de que justo delante de mí había un coche negro
muy grande. De repente las ruedas de mi coche pasaron por un profundo charco y
el coche dio una sacudida violenta. La bocina comenzó a tocar. Tenía un corto
circuito. Procuré que dejase de sonar, pero no pude. ¡Cuando levanté la vista,
vi que el coche que tenía delante era una carroza fúnebre!
Traté de dar marcha atrás, pero el conductor del camión que venía detrás de mí
me hizo señas para que siguiese hacia delante. La carretera era demasiado
estrecha y llena de barro como para que me pudiese detener o echarme a un lado
sin que se me atascase el coche.
No podía hacer nada, así que no me quedó más remedio que seguir a la carroza
fúnebre, con el ruido constante de la bocina. Fuimos avanzando por la carretera
llena de baches kilómetro tras kilómetro, la
carroza fúnebre, yo y mi bocina y el camión detrás de mí.
Por fin la carretera se ensanchó, permitiéndome detenerme junto a ella y dejando que el coche fúnebre siguiese su camino sin el acompañamiento de mi bocina y entonces salí para ver si encontraba la manera de poner fin a ese ruido.
El camión que me había estado siguiendo se detuvo también y se me acercó el conductor. —¿Por qué le tocaba usted la bocina a ese coche fúnebre? —gritó por encima de todo el ruido.
—¡ Es una antigua costumbre india que tiene como propósito alejar a los espíritus malignos! —le grité, levantando el capó. —¿Sabe usted cómo hacer para parar este ruido?
Pocos minutos después me dirigía tranquilamente a casa.
Cuando llegué al patio, Don salió de la casa a recibirme y para ayudarme con las bolsas de la comida. —¿Has tenido algún problema? —me preguntó, mientras tomaba algunas bolsas.
—No, ni mucho menos —le dije— siguiéndole a la casa. —Después de todo ¿qué podía haber ido mal?